La cocina siempre ha ocupado un lugar preferente en los grandes monasterios o en recoletos conventos. Las reglas monásticas no se olvidan de los alimentos, y de la mano de monjas y monjes, dedicados a la oración principalmente, y a pequeños trabajos para sostener a las comunidades, fueron saliendo curiosas recetas de gastronomía, libros fundamentales para la cultura coquinaria y piezas de dulcerías para alegrar los paladares en días de fiesta.
Se comenzaron a bautizar -y nunca mejor empleada esta palabra- con nombres religiosos las piezas que enriquecían el acervo de la dulcería: yemas de santa Teresa, huesos de santo, pastel de santa Águeda, yemas de san Leandro. Bollo de Pascua, suspiros de monja, coquitos del monasterio, almendrados de Allariz o de santa Clara, lazos de san Guillermo... y una larga lista, casi infinita, de una ciencia casi religiosa, entre humana y divina.
En La repostería de los monasterios, Víctor Alperi, gastrónomo consagrado, compila muchas de estas recetas, celosamente guardadas de generación en generación, como las yemas de san Leandro, de Sevilla, que, según las monjas resultan en la actualidad un secreto, fueron pasando, después de curiosas aventuras, al pueblo y a diversos libros, como el actual.